Parece existir un consenso unánime en que al igual que los monopolios crean ineficiencias, las mayorías absolutas se extinguen por episodios de corruptela. Tampoco parece existir dudas al respecto de que una feroz lucha comercial entre competidores, si se cumplen con las regulaciones establecidas para el mercado, va en beneficio del consumidor de la misma forma que una amplia oferta entre aspirantes al poder ejecutivo, va en beneficio de la sociedad, pues ésta no sólo asegura su accesibilidad exigiendo lo mejor de cada gobernante, o de la mezcla de ellos, sino que además, si la consumación va seguida de alternancia de actores, oxigena su representatividad social, revitalizándose en consecuencia, su vigor democrático.
Talibanes y secuaces políticos a sueldo aparte, somos muchos los que pensamos de esta forma. Sin embargo, cuando la caprichosa realidad política nos brinda tan majestuosa oportunidad en España, aparecen los demoniogogos, lobbies cuya misión es la de conformar monopolios políticos legislatura tras legislatura.
Así, muchos demonizan lo nuevo, como no, impulsados por el aparato propagandístico afín a cada sigla, pues casi un siglo después del gran conflicto, aún seguimos siendo un país extrañamente bipolar, de izquierdas o derechas, de rojos o de azules, y donde los partidos tradicionales, al igual que los touroperadores, ofrecen a sus fieles un pack completo que incluye prensa, radio, televisión, y finalmente una vez éstos persuadidos, por no decir, manipulados, una lista para su voto. Voto éste que si además consigue coronar en mayoría absoluta, muta a cheque regalo a El Portador para sus ahora sí, legítimos tenedores, y por extensión de cuatro años, para todos los participantes conscientes de la trama. Éstos no me interesan, son demasiado descarados en su afán de perpetuar su Status Quo, son mercenarios políticos en busca de sus habichuelas, lo hacen conscientemente.
Me interesan los otros, los que como el gran economista José Luis Sampedro decía, no se dan cuenta de que están siendo utilizados una vez más, por el arma de destrucción masiva más fuerte que ha existido desde el inicio de la civilización, la falta de intelecto, concretamente el analfabetismo y el miedo.
El ser analfabeto en la España del siglo XXI, ya no va de saber leer o escribir, ni siquiera en otro idioma, tampoco de ser conocedor de las TICs o saberse manejador de las redes sociales, más al contrario, éstas conforman en muchos casos un eslabón más en la difusión sesgada del mensaje. Ser inculto a día de hoy va de carecer de espíritu crítico, de ser incapaz de detenerse a procesar mediante un ejercicio básico de análisis racional el mensaje, separándolo del interés de su emisor, de no sopesar siquiera durante cinco minutos las diferentes opciones que existen para con cualquier tema de interés, de no esforzarse en buscar cierta empatía con quién opina de forma diferente, de no cuestionar nada de lo que leen o escuchan, o lo que es peor, de sucumbir a los encantos de la demagogia más populista contribuyendo, sin saberlo, a expandir su ideología como si de una epidemia se tratara.
No lo niego, seamos realistas, todos somos en mayor o menor medida analfabetos de esta guisa. Todos cargamos ideológicamente para algún lado, pero también todos habitamos el mismo planeta, por lo que es realmente inconcebible, la cruzada que algunos medios de comunicación españoles están haciendo de la bienintencionada Greta Thunberg, que muchos ayudan a difundir por las redes, más si cabe existiendo unanimidad en la comunidad científica de que como sigamos estimulando un modelo productivo sin piedad para con la extracción de los recursos naturales, claramente incapaz de interiorizar como coste primario una gestión adecuada de los residuos que genera, nuestra brillante civilización se va al carajo más pronto que tarde. No se trata simplemente de un problema de sustitución de combustibles fósiles por fuentes de energía renovables, también se trata de convencer al consumidor de que es el actor principal de la revolución medioambiental, de que sus decisiones determinan en primera instancia el modelo productivo empleado, que es él quien ostenta la facultad de impulsar la acción política que favorezca la rehabilitación de viviendas hacia una eficiencia energética óptima, quién simplemente dejando de consumir envases de plástico puede restringir su acumulación incontrolada, que decide sobre los medios de transportes a usar, sobre sus carburantes, sobre lo estúpido de permanecer abanderando la cultura del usar y tirar en los Black Fridays, en los Ciber Mondays, en las Rebajas, en los días de las Madres, de los Padres, de los Amantes, de los Reyes Magos, de Papa Noel, etc.
Van muy cortitos de neuronas también los que alertan a la población sobre la inminente llegada de recesiones económicas devastadoras, incluso lustros antes de que acontezcan, si es que finalmente terminan aconteciendo, ayudando con ello a quién pretende reducir, cuando no suprimir, resistencias sociales que pudieran obstaculizar recortes de derechos alcanzados durante décadas y que molestan al capital dominante. Aterrados ignorantes.
Son realmente analfabetos los que siendo maridos, hijos o padres, se esfuerzan por bajar el volumen, incluso cerrar, los micrófonos del movimiento feminista que reivindican algo tan básico como la igualdad para la mujer, en empleos, en salarios, en medidas de protección contra la violencia de género o de conciliación laboral, por ejemplo.
También lo son los que no gastan un solo segundo de su tiempo en tratar de entender que en España puedan existir diferentes sensibilidades identitarias igual de legítimas. Que uno pueda sentirse más trianero que sevillano aún es entendible, incluso más madridista que seguidor del equipo nacional, pero que uno pueda considerarse más catalán, o vasco que español, está muy mal visto, es una traición altamente punible por la Sociedad de bien.
No son precisamente demasiado cultos tampoco aquellos que tratan de degradar la, para bien o para mal, extensa historia nacional enjuiciando con estándares morales contemporáneos episodios genocidas e imperialistas del pasado casi ancestral, tan españoles como franceses, ingleses, romanos o mongoles, por citar algunos, tan católicos, como musulmanes, judíos, celtas o nórdicos, por citar otros ejemplos de barbarie imperialista religiosa, y que para más colmo, conforman espejos en los que se miran y acomplejan.
Y claro, en esta atmósfera de escasa alfabetización social, es muy difícil formar un gobierno, cualquier alianza molesta, hiere sensibilidades. Si suman las izquierdas, la patronal clama al cielo, mientas que si suman las derechas, los anarcosindicalistas invaden las calles echando espoletas. Si la suma es nacional-independentista, nadie la entiende, mientras que si fuera ecológica-pastoral o animalista-dictatorial, menos. Incluso si se planteara como en otros países, una seria alianza constitucionalista bipartidista, los fundamentalistas de un lado y de otro, la rechazarían de facto. Ya me dirán.
La empatía es la llave que puede resolver el sudoku democrático en el que estamos metidos, pero para alcanzar los grados necesarios de empatía hace falta cultura, y grandes dosis de generosidad, de inteligencia emocional, ingredientes que escasean en el panorama político español, aunque nunca me cansaré de repetir que éste sólo es un reflejo de la sociedad, una muestra representativa del ecosistema que habita, ni más ni menos. Los políticos son tan culpables como los ciudadanos que los apoyan.
¿Terceras elecciones a la vista?
El jefe del Estado en su ronda de consultas, su particular día de la marmota, va camino de parecerse a Bill Murray en Atrapado en el tiempo. Quizá, al igual que en la película, la repetición una y otra vez de la escena lleve implícito el mensaje de que hace falta una catarsis para avanzar en el tiempo, de que el sistema bipolar se ha agotado, ha tocado fondo, de que es el momento de buscar nuevas fórmulas de gobierno más imaginativas, de que los gobiernos de coalición, en definitiva, no son ninguna tragedia, más al contrario.