El Concierto.
El final del verano es para todos los Bonariegos un tiempo feliz, preludio de una vendimia de la que antaño todos éramos participe, el bendito tiempo de la cosecha y todos sabemos que tras la cosecha vendrán las fiestas, los días de la Santa los mejores del año, y en esos días en que el verano parece otoño y el otoño verano, cuando las nubes juegan al escondite con un sol que agotado muestra sus cálidos rayos (que más parecen tímidos rescoldos que las punzantes llamaradas de “ayer”) pronto derrotado se esconderá huyendo del invierno.
En estos días de calor diurno y frescas noches el ayuntamiento organiza espectáculos culturales para todos, y como colofón de las diversas y abundantes actividades culturales y festivas la banda de música pone el broche final de todos los actos, este concierto es seguido por muchos Bonariegos de tal modo que siempre se abarrota el lugar donde se celebra.
El escenario donde tendrá lugar el concierto está preparado, y los músicos poco a poco se dejan ver entre los primeros espectadores, que con indolencia escogen el mejor sitio para sentarse, los chiquillos corretean entre las sillas, desordenando la perfecta simetría con la que fueron colocadas. Los electricistas municipales para estos eventos también ejercen de técnicos de sonido y en el ir y venir desde el escenario hasta la mesa de control son estorbados por el incansable corretear de los críos.
A cada esquina del escenario un policía municipal vigila para que los asientos de la primera fila reservado para las autoridades no sean ocupados por otros ciudadanos y ocurre muchas veces, que los mejores asientos permanecen vacíos mientras muchas gentes tienen que “soportar” todo el concierto de pie.
Entre las voces del publico pueden oírse los clarinetes cantarines y los melancólicos trombones que son acompañados por una cacofonía de sonidos huérfanos que ante la ausencia de la batuta del director se burlan de la armonía y del compás, las gentes hablan más y más fuerte y de pronto la algarabía se desboca, se conversa gritando y cuando el concejal de cultura sube al escenario escoltando al alcalde para clausurar la semana cultural, el griterío compite con los altavoces y las palabras del concejal nadie las oye solo cuando el alcalde comienza su discurso y los siseos consiguen atenuar las voces del auditorio el silencio tímidamente participa del feliz acontecimiento.
Los músicos ya han ocupado sus sitios, el director se hace esperar y esa espera es demasiado larga para que el silencio pueda resistir el embate de las voces que poco a poco pierden la timidez y el estruendo de palabras que compiten entre ellas para destacar en el murmullo, convierten el “auditorio” en un gallinero al atardecer. Por fin aparece en el escenario el director, tímidos aplausos que no derrotan la algarabía y múltiples siseos intentan abrir una brecha por donde pueda entrar el silencio. El director habituado a un público que al parecer vienen a ver el concierto cuando debería venir a oírlo, con gesto autoritario levanta al aire la batuta, este pequeño gesto hace que el volumen de las voces se aminore pero no consigue acallarlas y entre el sonido de los clarinetes y las trompetas se cuelan risas de quienes ven alguien en la fila anterior con el peinado descompuesto y entre los saxofones y las flautas podemos escuchar cómo llaman por su nombre orgullosamente al pequeño que tras un arduo trabajo en el conservatorio consiguió sentarse en el escenario y cuyos orgullosos familiares tienen que aprender aún a respetarlo.
La música poco a poco se impone y si somos capaces de soslayar el ruido quizás podamos disfrutarla bajo las estrellas al fresco una noche del final del verano.