¿Hasta cuándo voy a seguir sorprendiéndome cuando visito Bonares? ¡Qué distinto el Bonares actual del que yo conocí allá por los años veinte! Entonces era un pueblo tranquilo, silencioso, sobre todo en las largas horas de la siesta. Las puertas entornadas, las calles en el mayor silencio, sólo quebrado por el pregón de alguna vendedora.
Se animaba a la caída de la tarde cuando regresaban del campo los hombres con sus bestias de labor, levantando nubes de polvo que el sol poniente bañaba en oro; cuando pasaban los cabreros vendiendo la leche que ordeñaban en cada puerta; o los porqueros, con sus piaras de cerdos “inteligentes” que conocían sin titubear la casa de sus amos. Todo este movimiento, esta animación, se producía en el gradual cambio de luz, que pasaba de la dorada del atardecer a las primeras sombras que iban cubriendo el pueblo, hasta que en un momento mágico se encendían todas las lámparas eléctricas, las de las calles y las de las casas.
Este era el Bonares de mi infancia en los dulces meses del verano, cuando me llevaban mis padres a la casa de los abuelos a pasar las vacaciones y, de paso, fortalecerme. Allí encontraba esos amigos de la infancia que nunca olvidamos. Y también, ocasionalmente, tenía encuentros con desconocidos que al cruzarse con el forastero solían saludarle con un desafiante: “¡Chico! ¿Tú me pegas a mí?
El Bonares actual, pletórico de energía, de cultura, de iniciativas, de buen gusto, de rumbo y de esplendidez, sorprende a cuantos le visitan. No me extraña que a mí, que guardo tan buenos recuerdos y tengo tantos afectos en ese rincón querido, me siga sorprendiendo continuamente. En la última ocasión, al asistir al entierro de un familiar querido que simbolizaba todo aquel Bonares de mi niñez, encontré también la consiguiente sorpresa: La Iglesia estaba llena, a rebosar, pero de hombres en su inmensa mayoría.
Yo recuerdo que antes, en Bonares o en cualquiera de nuestros pueblos en ocasión semejante, los hombres acudían a cumplir y solían quedarse rezagados o esperando en la puerta. En esta ocasión, el templo atestado de hombres curtidos, de rostros como los que pintara Vázquez Díaz en La Rábida, de hombres que sólo fueron a la escuela elemental, como el que esto escribe, pero que trabajaron duro, de firme, y regaron con sudor todas las tierras que rodean el pueblo, me impresionó profundamente.
El difunto era tío mío. Mi tío Antonio Borrero, un hombre integralmente bueno, un campesino modelo. Sus manos, fuertes como herramientas; su espalda, derecha y elástica como muelle de acero, trabajaron intensamente sus tierras. La tierra, la buena tierra de Bonares, cumpliendo el mandamiento divino: ganarás el pan con el sudor de tu frente. Y confío en que ya habrá ganado el Pan eterno, porque la presencia de tantos hombres en la Iglesia, rezaran los que supieran o no lo hicieran los que hubieran olvidado las oraciones que aprendieron de niño, era un plebiscito unánime: el pueblo de Dios despedía a un hermano ejemplar rogando al Padre lo recibiera en sus brazos. Que así haya sido.
- Julio López Borrero