Hoy era el día de tomar la mano de la abuela y decirle vamos, que tu niña te espera; día esperado, como lo fue ayer, como lo será mañana, porque Ella siempre agradece la visita; día marcado en rojo en el calendario, en el rojo de los festivos, del día grande; día del recuerdo en fotografías en blanco y negro, de los chiquillos con churretes y los pantalones hasta la rodilla; día de la palabra callada, el camino continuado y la mirada perdida; día de la fiesta que se espera, de la copa de cada año y el baile en la caseta; día en que todo se puede, en que todo es más cercano, divino y humano; día de esos quintos que arrimando más fe que fuerza, más cariño que hombros, acompañan a su madre y sus hijos; día que la diana sonaba tan fuerte, que hacía moverse el viejo reloj del salón y los cuadros del zaguán; día hasta que el día decidió quedarse en casa y reunir a los recuerdos junto al café de la tarde, sentados a la mesa y la charla continua; día de salir a la calle, hasta que la calle se volvió canalla y no dejó que nadie la pisara; día que seguirá siendo el único día, porque no habrá otro día que cambie ni cambio que pueda con el día señalado, ese día de hoy, donde el hoy es distinto al ver cuando en la plaza nos reuníamos para verla pasar; día de ti y de mí, de cada uno de nosotros, los de allí y los forasteros.
Hoy era el día que si se pudiera parar el tiempo, se cambiaría por este día; si se tuviera este día no se cambiaría por otro; si no existiera otro, se dejaría para siempre; si para siempre se dejara, sería cada día el esperado; si fuera el día esperado no habría que dejar que llegara y no dejarlo pasar; si no se deja pasar, se escribiría con las palabras de cada uno; si cada uno este día lo describiera con palabras, no lo cambiaría por ninguno; si ningún día más hubiera, se guardaría para cuando faltase en el mundo entero y si en el mundo entero fuera este día eterno, se cogería con las manos y no se cambiaría por nada.