En el interior, un tango de la guardia vieja, suena desde un gramófono marca Berliner Gram-O-phone Company. Sus notas se pierden por unas latas de membrillo decoradas con Imágenes religiosas. Herramientas agrícolas y utensilios de un lagar, conviven con una zona de antiguas armas. No muy lejos de allí, Corto Maltés, agazapado en su rincón, vigila un pequeño motín de pocas monedas, poco valor en pesetas. Tesoro guardado bajo un mapa clavado en la pared, la misma en la que el tiempo se paró aquel día, cuando aquellos relojes de otro siglo, dejaron de marcar la hora fijada por las agujas señaladas y paralizaron igualmente, el pedaleo de una bicicleta de los años cuarenta, todo bajo la atenta mirada de varias lámparas fijadas al techo, de aceite algunas, de luz el resto.
Maletas de madera de aquella época en que era mejor salir que quedarse en España; botellas de gaseosa de marcas que ya no se encuentran en el mercado; palanganas y arcones; interruptores y llaves de luz de cerámica; una enciclopedia Álvarez que esconde revistas blanco y negro, junto al pizarrín y a tizas que dejaron de escribir; balanzas y basculas; instrumentos de medicina que hoy serían imposible de utilizar; el cubo, la polea y la cuerda de un pozo que se secó; instrumentos musicales, partituras de himnos y marchas, facilitados por el antiguo Maestro de Música, Sr. Juan José; la trompetilla de Manuel el Pregonero; un tintero de mármol con la Imagen del Sagrado Corazón de Jesús; mecheros de yescas entremezclados entre sí; señales que ya no marcan ningún destino; teléfonos que jamás sonarán, cámaras fotográficas imposibles de adaptarse a la era digital y radios que pocas emisoras sintonizarán.
En la entrada, un torno de alfarero ya con un pequeño motor; cocina de leña donde asar castañas; mesa de trabajo de quien fuera zapatero; herramientas de oficios ya desparecidos y un pequeño taller donde recobra vida todo aquello que cruza la puerta con cualquier desperfecto.
Todo esto, bien vigilado, entre otros, por el asiento de la suegra, la cabeza del viejo, la yerba de la alferecía, el cuerno de cabra, el birrete del obispo, el gigantón, la antorcha plateada, la pluma de Santa Teresa, el sueño del borracho, la reina de la noche, los alfileres de Eva y la lengua del demonio.
Este verdadero museo de cactus y antigüedades que siempre abierto está, no lo encontrarán en la guía cultural de Bonares, ni lo localizarán por San Google. Es una casa, no es una casa más. Es una visita para los alumnos del colegio, para los paisanos y forasteros. Un lugar especial, el país de nunca jamás, donde la historia se quedó a vivir para siempre. No es un palacio, ni casa señorial, no le hace falta. Le invito a buscarlo, pregunten. Cuidado que su visita engancha, como las Tortas de Pascua o las habas enzapatá, que ni puedes comer una sola, ni una visita sola a este museo quedará. Es la vida, es la casa de Manolo Romero, quien se ha encargado con especial pasión y cariño, de mimar todo lo que ha ido guardando, objetos que nos acercan a conocer más y mejor, la Memoria de la vieja historia.