No creas que me he olvidado de ti, no creas que se secó la tinta y el papel quedó en blanco sin historias por contar. No creas que se acabaron los motivos para escribirte. No creas que los sentimientos quisieron dejar de saber de ti. No creas que todo pasó, que todo fue efímero, que nada quedó, que todo se fue y nada más sucedió. No creas nada de lo que te digan, no creas a los que hablaron de mí, no creas a los que hablaron de ti, bien, mal, que importa. No creas que nada he aprendido, no creas que nada he sumado, no creas que por ti no me he enfadado, no creas que no sigue mi sombra reflejada en tu pared.
Nada creas que si nada te digo, no es porque no he tenido motivos; no creas que no hubo tiempo, porque en ese tiempo que hasta hoy ha llegado, he tenido para ti mil motivos. Nada creas porque sé que sabes, que sabiendo lo que estás sabiendo, mi tiempo ha sido tu tiempo, sabes de que te hablo, sabes que no miento, que desde aquella mañana de pregunta sin respuesta, las palabras ahora ocultas, esas que me has ido contando, las trajo el viento a mi oído susurrando.
Ante mí de nuevo tu cara, tu piel desnuda sin más, blanca de cal, verde de tu olivo, roja de tu sangre, todo ante mí.
Te miro, te veo diferente, cambiada. Me has hecho protagonista de una Cruz, de una Misericordia, yo no te lo pedí, pero como renunciar de ti, tú que me has dado tanto sin pedir nada a cambio.
Atrás quedaron por mayo aquellas Memorias de la vieja historia, porque ahora, la historia presente es otra y me habla de otra espera, de un tiempo que vuelve al son de unas marchas que interpreta una más que centenaria banda de música.
Un tiempo de un día de octubre donde estrenas el aire, la luz, el sol, la mañana, trajes los hombres, vestidos las muchachas, que si tú, Bonares, ese día, tú día, veintidós marcado en el calendario, no estrenas, no tiene gracia tu alma.
Todo dispuesto, imagino. Así me han dicho entre otros, el amanecer que derramará su frescura por las paredes de la Iglesia; las campanas para entonar su repique; el café de la mañana recién hecho; los rayos del sol, para perderse por las palmeras; los bancos de la Plaza, para mitigar el cansancio de los mayores o los escaparates bien limpios, para que en ellos se refleje la más guapa.
Y es que el pueblo entero, con su luz, ya lo viene anunciando. Esa luz que nace en su Ermita, que llega siempre igual, pero distinta. Luz que nos acerca a su paso. Luz que se pierde tras el ocaso. Luz, sol, Bonares se refleja. Sol, luz, que por envidia, nada deja.
Quedará en cada adoquín el paso, el sudor, el esfuerzo de quienes te llevan entre el rezo de cada cual a su manera, de aquí, de allí, del que ocupa la primera fila o del que entre el gentío se oculta. Y te cruzarás con Ella por la calle y jugarás con sus Hijos en la Plaza. Son como de la familia, de esa familia que se extiende desde Triana hasta Velarde, de Europa a Montaner, de esa que no te dice pasa y abre sus puertas, porque sus puertas siempre abiertas están.
A ti te esperarán los que a tus plantas se postrarán y los enfermos que tras el balcón aguardan, pequeños pasos para verte, más grande la recompensa de tenerte.
No creas que me he olvidado de ti, Santa María Salomé. Ni de ti ni de tu tierra, esa a la que llegaste, sin saber cuándo, sin saber cómo, aunque ya me gustaría, sería el principio de esa historia custodiada, que en un futuro con suerte, será contada. No creas que me he olvidado de tus calles, de tus esquinas, de tus Cruces, de tu olor, de tu vida, de tu alma.
No creas que me he olvidado de ti. Te espero en la Ermita. Sabes bien que allí estaré.