Tengo la sensación de estar viviendo un déjà vu de mal gusto, y peor final.
Y es que la situación actual es parecida a la vivida hace un par de años cuando desde la cocina de mi casa, a la hora del desayuno, antes de salir hacia nuestros quehaceres diarios, mirábamos impávidos la construcción de un mega hospital a pasos agigantados en Wuhan por la aparición de un virus letal que, ya desde aquella etapa embrionaria, amenazaba con expandirse por todo el mundo.
Recuerdo que en casa decíamos, “bueno eso está ocurriendo en China, a decenas de miles de kilómetros de aquí. Nunca llegará a Bonares”.
Al cabo de varias semanas más tarde, llegó, y no solo eso, sino que nos condicionó la vida de un modo tan abrupto e inesperado, que, en el mejor de los casos, aún estamos adaptándonos a ello. Algunos incluso, lamentablemente, ya no podrán hacerlo (DEP).
Ahora desayunamos en casa con los ojos puestos en Ucrania, y da verdadero pavor el insistir en aquella conducta, a la par burguesa que supremacista del “a Bonares no va a llegar, la guerra está a miles de kilómetros de aquí”.
Mi mente insana, supongo que por la educación católica que ha recibido, siempre ha funcionado como negacionista del bienestar, anticipando amenazas que perturban mi sosiego, lo reconozco, pero en esta ecuación ucraniana hay incógnitas que sobrepasan las mentes más lúcidas, cuando más la mía, y es por ello que ésta ha virado desde el negacionismo al dramatismo más insoportable.
Me pregunto, ¿no existe en Rusia una opinión pública contraria a Putin? A lo que me respondo, supongo que los líderes que manifiestan esta oposición terminan envenenados, en el exilio, o ambas cosas a la vez.
Otra incógnita que me perturba es el papel que juega China en el conflicto. El gigante asiático, que se ha abstenido de condenar la invasión rusa en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y a todas luces, enemigo de Estados Unidos y de la Europa Occidental, en tantos mercados, está llamado a ser el gran aliado, esperemos que solo en términos comerciales, de Putin, ayudándole a esquivar el bloqueo comercial que la comunidad internacional ha establecido. Y además comunista, por lo que reaparecen nuevos fantasmas que creíamos ya extintos de la guerra fría.
Pero existen más incógnitas inquietantes en aquella ecuación, Polonia y Hungría, son dos socios rebeldes de la UE, que además de estar gobernados por la ultraderecha, hacen frontera con Ucrania, y están recibiendo miles de refugiados ucranianos que pueden desestabilizar políticamente ambos estados a modo de polvorín, con derivadas desconocidas. Todos conocemos la afición que tiene la ultraderecha por los conflictos bélicos, y el estado europeo que esté libre de este pecado diestro, y para mi opinión, también siniestro, que tire la primera bomba.
Mi intranquilidad alcanza los más elevados estándares de intensidad cuando pienso, ¿qué opinarán de todo esto los temidos extremistas islámicos?, si se enquistara el conflicto conformándose dos bloques enfrentados a nivel mundial, ¿a cuál de ellos apoyaría? Prefiero ni pensarlo, si quiera.
Leía durante la semana que, con Putin, Rusia ha elegido de entre ser amada, o temida, ser lo segundo. Y lo cierto es que, claramente, lo está consiguiendo, al menos en mi caso. Las ansias imperialistas de Putin parecen insaciables, y eso me asusta.
Mientras tanto, nosotros, acomodados Europeos occidentales, reproducimos el vergonzoso patrón de comportamiento que mantuvimos en la crisis de los Balcanes, y otras tantas más próximas en el tiempo: diplomacia estéril, mucha manifestación, mucho telediario propagando el sentimiento de pena e injusticia, sanciones económicas, miles de fotitos por las redes con banderitas de Ucrania que sacian nuestra empatía, pero, ¿de verdad estaríamos dispuestos a movilizar nuestros ejércitos para defender la libertad y la democracia en Europa?
No olviden que, como bien dice la ministra de defensa Margarita Robles, hoy es Ucrania, pero mañana puede ser Europa entera, Bonares incluido.