Ayer volví a sentarme en el banco, ese donde tantas veces te esperé para seguir buscando. Nos citamos para vernos, para escuchar tu historia y plasmarla en mi viejo cuaderno. Llegaste pero cerré la libreta, la pluma hoy no sería la protagonista. No había palabras que escribir, no había nada que contar, tu mirada lo era todo, no había música en tu andar.
Llegaste triste, desilusionada, no te sentí ni te veía igual que hacía unos días en los que nos despedimos bajo el aroma de tus flores, con esa sonrisa pícara tuya, que me invitaba a venir pronto. Hoy no había sonrisa, ni picardía, ni flores.
El aire era frío, cortaba el tiempo el extraño perfume que cogido de su mano, le acompañaba. Te veía sola, no te acompañaba ese animal que siempre me esperaba en tu puerta. Tus manos no tenían nada que ofrecer, ni tus dedos contarían los motivos para hablar.
Encontré tu sonrisa en el suelo, rota en mil pedazos en forma de cristales; tu belleza no brillaba como en las tardes que vimos juntos el atardecer dese la Ermita; tu carita morena no se reflejaba en los espejos que arrancados en la vergüenza, dejaron de hacer su cometido y tu piel, desnuda sin más, estaba manchada de azul.
Azul que pintaron las manos de quien no quiere verte bonita; azul que calla y otorga culpable a quien no dará la cara; azul de quien no piensa en la tierra que le dio la vida; azul de cobardía que muestra su orgullosa obra en la amanecía.
No sé quién habrá manchado tu casa, pero tu casa es la mía, es la de todos que han crecido bajo ese azul que solo debe imperar, ese azul del cielo que hace que te muestres bonita, color deseado en octubre y que marca el camino de los días de verano.
Seguro que en la próxima cita te veré como siempre hemos querido, bonita como siempre, porque tus hijos, los hijos de Bonares, de ello se encargarán.
Bonares, un beso y sonríe, que te veo. Recuerda lo que te dije aquella tarde, tu tristeza es la menor de tu belleza.
- Raúl Delgado.